"De mi corazón al pueblo" de Juan Gonzalez de la Cruz, se presenta mañana en la Biblioteca del Polígono
Juan G. de la Cruz. |
. A las 18:00 horas, de la mano de Editorial Ledoria
La Biblioteca de Santa María de Benquerencia (Polígono) acoge mañana, 31 de octubre, a las 18:00 horas, la presentación del
libro "De mi corazón al pueblo" (Editorial Ledoria), de Juan González de la
Cruz,
Su autor explica, según recoge la reseña facilitada por la editorial que "el contenido del libro que tienes en tus
manos te llega con cincuenta años de retraso, ya que se concibió
cuando yo contaba con diecinueve de edad. Pero, en aquellos tiempos,
mi mente cayó en estado de coma literario, o como se quiera decir, y
ha venido a despertar, prácticamente, en el ocaso de mi vida".
Y añade, "no creo que haga falta advertirte que en este libro se nota la pluma
de un escritor novel. Aunque tengo sesenta y nueve años, gran parte
de su contenido estaba bien guardado en un rinconcito de mi
joven, y, cómo no, inquieto y revoltoso cerebro".
De la Cruz subraya que "una parte muy importante de su contenido puede parecer un anacronismo como, por ejemplo, “El milagro del pan”, que dedico a la memoria de mi tío Juan, pero leyéndolo despacito te darás cuenta que gran parte de lo que ahí se dice se puede extrapolar a los tiempos en que vivimos".
Biografía, en palabras del autor
Mi
vida en unas líneas:
Nací
en Pulgar, pueblecito de la provincia de Toledo, el 12 de marzo de
1945, en el seno de una familia humilde. Antes de pronunciar
correctamente las palabras mi padre me enseñó a leer, de modo que
cuando fui a la escuela, justo el día que cumplía los seis años,
me presenté con un libro que casi no podía con él; al verme el
maestro con ese mamotreto en las manos en lugar de la correspondiente
cartilla, me preguntó dónde iba con aquello. Yo, lógicamente, le
dije que era para leer; él se sonrió y, llevándome a su mesa, me
dijo: “Vamos a ver, Juanito, léenos algo de este hermoso libro que
portas con tanto entusiasmo”. Lo abrí y quiero recordar que leí
aquello de: “Había nevado copiosamente sobre la llanura rusa”.
Así fue cómo comenzó mi aventura en la Escuela, que se prolongaría
hasta poco después de cumplir los once años, que fue cuando terminó
mi carrera como estudiante.
Siempre fui un niño inquieto y revoltoso, en una palabra, malísimo, como entonces se decía de los niños que, como yo, se declaraban en rebeldía a temprana edad. Pero, cosa curiosa, el sitio donde jamás tenían que llamarme la atención era precisamente en la Escuela.
Al poco de cumplir los diez años comenzó mi vida laboral como trillador. A partir de entonces y, hasta los veinticinco años, hice de todo; porquero, zagal borriquero, vaquero, pastor de ovejas, jardinero, gañán… y, por último, tractorista.
Cuando hacía de pastor de ovejas, con catorce años, animado por un hijo del mayoral, me hice alumno de la Academia por correspondencia CCC, así me saqué el diploma de Cultura General y Taquigrafía y me hice socio de la Revista Cultural CCC, revista que recibía todos los meses. En honor a la verdad tengo que decir que a través de dicha academia y club aprendí muchísimas cosas, aunque me costaba Dios y ayuda pagar la cuota mensual, unas setenta pesetas.
Hice el servicio militar en el Ejército del Aire en Madrid y, como solía ocurrir con la Mili, no me sirvió de nada. Si algo saqué de positivo en mi paso por la capital de España fueron los descubrimientos que hice de cierta cultura a través de los largos paseos por sus calles, sobre todo quedándome extasiado ante los escaparates de las librerías. Había una en la Gran Vía donde me pasaba las horas muertas mirando con los ojos como platos.
Me recreaba caminando por la Cava Baja, plaza de Benavente, plaza de Santa Ana, calle del Prado, Echagaray,… y en alguna taberna de las muchas que por allí había; si mi economía me lo permitía me tomaba un chato de vino y al mismo tiempo disfrutaba del ambiente escuchando la música de un violín, un acordeón y, las más veces, una guitarra.
Qué bonito era todo aquello, pero a mí Madrid para la vida cotidiana no me gustaba nada, así que retorné a la dehesa.
Siempre fui un niño inquieto y revoltoso, en una palabra, malísimo, como entonces se decía de los niños que, como yo, se declaraban en rebeldía a temprana edad. Pero, cosa curiosa, el sitio donde jamás tenían que llamarme la atención era precisamente en la Escuela.
Al poco de cumplir los diez años comenzó mi vida laboral como trillador. A partir de entonces y, hasta los veinticinco años, hice de todo; porquero, zagal borriquero, vaquero, pastor de ovejas, jardinero, gañán… y, por último, tractorista.
Cuando hacía de pastor de ovejas, con catorce años, animado por un hijo del mayoral, me hice alumno de la Academia por correspondencia CCC, así me saqué el diploma de Cultura General y Taquigrafía y me hice socio de la Revista Cultural CCC, revista que recibía todos los meses. En honor a la verdad tengo que decir que a través de dicha academia y club aprendí muchísimas cosas, aunque me costaba Dios y ayuda pagar la cuota mensual, unas setenta pesetas.
Hice el servicio militar en el Ejército del Aire en Madrid y, como solía ocurrir con la Mili, no me sirvió de nada. Si algo saqué de positivo en mi paso por la capital de España fueron los descubrimientos que hice de cierta cultura a través de los largos paseos por sus calles, sobre todo quedándome extasiado ante los escaparates de las librerías. Había una en la Gran Vía donde me pasaba las horas muertas mirando con los ojos como platos.
Me recreaba caminando por la Cava Baja, plaza de Benavente, plaza de Santa Ana, calle del Prado, Echagaray,… y en alguna taberna de las muchas que por allí había; si mi economía me lo permitía me tomaba un chato de vino y al mismo tiempo disfrutaba del ambiente escuchando la música de un violín, un acordeón y, las más veces, una guitarra.
Qué bonito era todo aquello, pero a mí Madrid para la vida cotidiana no me gustaba nada, así que retorné a la dehesa.
Portada del libro. |
En el año 1969, me casé, y un año después, por no querer comulgar con ruedas de molino, me marché del campo y me embarqué en la aventura de la venta de coca-cola, donde por desgracia pasados quince años tuve que jubilarme por enfermedad.
Al principio lo llevé bastante mal, pero después de una reprimenda de mi médico me dediqué, con ahínco, a leer a Blasco Ibáñez, Irving Wallace, Charles Dickens, León Tolstoi, Alejandro Dumas, Cervantes, Víctor Hugo… Hasta que cayó en mis manos Benito Pérez Galdós, ¡qué delicia!
Después llegaron a mí Espronceda, Rosalía de Castro, Gabriel y Galán, García Lorca, Calderón, Lope de Vega, Santa Teresa, los Machado…, y para postre, Miguel Hernández. Quiere decirse, de todo un poco.
Quiero poner de manifiesto que el libro que en más estima tengo es Fábulas de Samaniego, libro que me regaló mi padre cuando con poco más de siete años hubieron de ingresarme en el Hospital Provincial de Toledo (entonces de la Beneficencia) con una grave afección renal.
A los 59, con ocasión del nacimiento de mi nieto Sergio, escribo “El Cagoncete” y lo pongo música y ritmo de sevillanas para cantarlas acompañado de toda la familia el día que el niño cumplió el año. Este fue el comienzo de mi aventura como emborronador de cuartillas y despilfarrador de papel y tinta.
Siempre fui romántico y enamoradizo, eso creo que se nota en todo lo escrito en este libro. Mi mujer, a la que amo profundamente, ha sido mi inspiración más importante en lo referente al amor.
La guitarra para mí es algo que forma parte de mi vida, sin ella es probable que mis últimos treinta años hubiesen sido diferentes.
No concibo un día sin leer aunque no sean más que dos páginas, hasta el punto de que la pastilla para dormir cuando me encontraba en la UCI del hospital la sustituí por un libro, y el personal facultativo lo aprobó por unanimidad y lo aplaudió.
Estuve muchos años en contacto con la naturaleza, ya fuese pastoreando o haciendo sufrir a la tierra con el arado. Conocía donde anidaban todo tipo de pájaros y, a veces, entendía su lenguaje. Siempre amé esa orquesta sinfónica que sonaba en el encinar o en el soto y que se mezclaba con el instrumento musical que formaban las aguas claras de los arroyos, porque no hay ningún auditorio donde se escuche una música tan sublime. Porque no hay nada más hermoso que el canto del ruiseñor de madrugada. Quien no haya escuchado uno de esos conciertos, respirando el aroma de la sierra, no sabe lo que es disfrutar de la vida. La Naturaleza es la mejor compositora de todos los tiempos y la directora de orquesta que más libertad da a sus intérpretes.
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